La mano de puño cerrado que aprieta mi vientre bajo es un castigo por mis excesitos del mes pasado. Cuando nada pasaba nada, cuando las mañanas eran igual a las noches y las noches escasas, aconteció el primer excesito de una serie de bastantes.
No fue una sorpresa, a ese ya lo conocía yo, y lo reconocí con esa misma mezcla de agradecimiento y placer de la primera vez. Ese excesito da risadas y bebe cerveza siempre que nos vemos y, aunque a veces lo pesco mirándome de reojo el largo de la falda, es un excesito bastante inofensivo. O mejor digamos, que es un excesito bastante limitado; se limita a una vez cada seis meses. Después hablamos de todo, menos de eso, a veces casi no hablamos más, pero pretendemos que sí. Pensándolo bien, ese excesito es peligroso.
El segundo excesito, fue más bien un exceso. Exceso de belleza, exceso de velocidad. Fue una fiesta para mis sentidos, una coincidencia perfecta de los planetas alineados en complicidad con el eclipse. (Les juro que hubo un eclipse.) Adivino que tiene una hermosa cabeza con una escalera y, no sé cómo, me imagino siempre una biblioteca en el segundo piso. Pero la verdad, es que es un excesito desconocido, y yo sólo me he sentado en su balcón. Es un exceso profundo, sospecho.
El tercer excesito, fue un exceso excesivo. No lo necesitaba. Ni siquiera lo quería. Y para colmo fue planificado. Un exceso planificado. Y yo le pregunté, quieres dormir ahí o quieres dormir en mi cama, que es una pregunta que le copié a un amante. Y el exceso amaneció conmigo y yo lo saqué de mi cama y le hice café tan pronto amaneció. Más tarde lo despaché en un ómnibus. Ese exceso me escribió una carta hace poco.
Ahora sufro las funestas consecuencias. Siempre los excesos tienen gusto de resaca, rompen noches. A veces vienen acompañados de sangre. A veces, de páginas en blanco. Anuncian una herida, una hendidura en la tierra por donde nacer.
No fue una sorpresa, a ese ya lo conocía yo, y lo reconocí con esa misma mezcla de agradecimiento y placer de la primera vez. Ese excesito da risadas y bebe cerveza siempre que nos vemos y, aunque a veces lo pesco mirándome de reojo el largo de la falda, es un excesito bastante inofensivo. O mejor digamos, que es un excesito bastante limitado; se limita a una vez cada seis meses. Después hablamos de todo, menos de eso, a veces casi no hablamos más, pero pretendemos que sí. Pensándolo bien, ese excesito es peligroso.
El segundo excesito, fue más bien un exceso. Exceso de belleza, exceso de velocidad. Fue una fiesta para mis sentidos, una coincidencia perfecta de los planetas alineados en complicidad con el eclipse. (Les juro que hubo un eclipse.) Adivino que tiene una hermosa cabeza con una escalera y, no sé cómo, me imagino siempre una biblioteca en el segundo piso. Pero la verdad, es que es un excesito desconocido, y yo sólo me he sentado en su balcón. Es un exceso profundo, sospecho.
El tercer excesito, fue un exceso excesivo. No lo necesitaba. Ni siquiera lo quería. Y para colmo fue planificado. Un exceso planificado. Y yo le pregunté, quieres dormir ahí o quieres dormir en mi cama, que es una pregunta que le copié a un amante. Y el exceso amaneció conmigo y yo lo saqué de mi cama y le hice café tan pronto amaneció. Más tarde lo despaché en un ómnibus. Ese exceso me escribió una carta hace poco.
Ahora sufro las funestas consecuencias. Siempre los excesos tienen gusto de resaca, rompen noches. A veces vienen acompañados de sangre. A veces, de páginas en blanco. Anuncian una herida, una hendidura en la tierra por donde nacer.
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