En la cocina había un tipo alto, negro, de espejuelos, con un casaco encima del pajama, las manos en los bolsillos, medias y chancletas. Revolvía con una cuchara la olla de mis habichuelas. Hago habichuelas porque no tengo gandules, que redonditos y verdes, se los coman las palomas de mis manos. Yo pensé quién eres tú y él murmulló alguna cosa, mirando hacia el suelo.
No es el primer extraño que se despierta en mi casa. Un día me encontré durmiendo en el sofá, una chica plateada, casi transparente con extraña cara de pez y expresión de que le faltaba aire. Tampoco me habla. Es casi muda y emite burbujas a su paso.
También hubo aquella época en que al atravesar el salón era encontrarse con un niñito rubio durmiendo en posición fetal. El niño se levantaba con morriña, arrastraba tras de sí el cobertor, y llegaba hasta donde mí para mirarme con grandes ojos malévolos. Sus primeras palabras fueron una mezcla de varias lenguas muertas.
Ahora que me voy, se me aparecen todas las mañanas fantasmas en mi casa. Son los mismos fantasmas que he visto antes, pero ahora no me hablan. Murmuran, susurran, se quejan, en el peor de los casos, chillan, pero no es conmigo la cosa.
Me espera un largo viaje de ómnibus, un largo viaje de avión, un largo viaje a pie, un larguísimo viaje astral. Para eso, sólo me hace falta poner al día el pasaporte, carimbarlo para que certifique que soy una capitalista privilegiada de vacaciones en el tercer mundo. Que no importa cuanto me esfuerce, cuanto trabaje aquí, cuanto estudie y la delicadeza de mis raíces enredadas, me expulsarán de regreso al primer mundo y me obligarán a ser una consumerista feroz. De nada vale negarlo.
Ante la perspectiva horrorizante de comprarme un carro, acabar en la escuela de derecho y aburguesarme para siempre, tiemblo. Por eso me voy con la mochila. Voy a dejar al puerto alegre y todas las cosas que nunca podré ser. (Las cosas que he estado jugando a que soy, pero que no me pertenecen.) Voy a asumir el camino del ascetismo, aunque eso suene demasiado dramático. Voy a abandonar lavadoras, laptops, teléfonos, mis varios sueldos miserables y la comodidad de tenerlo todo en su respectiva gaveta. No tengo la más mínima gana de seguir la ruta del desprendimiento, pero la Policía Federal tiene otros planes.
Al mismo tiempo, se abre una puerta, o mejor dicho un abismo de posibilidades. Me cansa la compañía muda de mis fantasmas que arrastran cadenas. La soledad me ha roído la voz, ¿o eso ha sido el humo del cigarro y de todo lo que no es cigarro? Las tristezas se han instalado en mis huesos. Mis ángeles están dormiditos hace meses y creo que ya es hora de abrir las ventanas y dejar que entre el puto frío, a ver si se despiertan de una vez.
Yo sólo espero que el camino me conduzca siempre de vuelta al hogar, un hogar que no queda en ninguna parte y es como esa isla del mito, siempre al horizonte, entre brumas.
No es el primer extraño que se despierta en mi casa. Un día me encontré durmiendo en el sofá, una chica plateada, casi transparente con extraña cara de pez y expresión de que le faltaba aire. Tampoco me habla. Es casi muda y emite burbujas a su paso.
También hubo aquella época en que al atravesar el salón era encontrarse con un niñito rubio durmiendo en posición fetal. El niño se levantaba con morriña, arrastraba tras de sí el cobertor, y llegaba hasta donde mí para mirarme con grandes ojos malévolos. Sus primeras palabras fueron una mezcla de varias lenguas muertas.
Ahora que me voy, se me aparecen todas las mañanas fantasmas en mi casa. Son los mismos fantasmas que he visto antes, pero ahora no me hablan. Murmuran, susurran, se quejan, en el peor de los casos, chillan, pero no es conmigo la cosa.
Me espera un largo viaje de ómnibus, un largo viaje de avión, un largo viaje a pie, un larguísimo viaje astral. Para eso, sólo me hace falta poner al día el pasaporte, carimbarlo para que certifique que soy una capitalista privilegiada de vacaciones en el tercer mundo. Que no importa cuanto me esfuerce, cuanto trabaje aquí, cuanto estudie y la delicadeza de mis raíces enredadas, me expulsarán de regreso al primer mundo y me obligarán a ser una consumerista feroz. De nada vale negarlo.
Ante la perspectiva horrorizante de comprarme un carro, acabar en la escuela de derecho y aburguesarme para siempre, tiemblo. Por eso me voy con la mochila. Voy a dejar al puerto alegre y todas las cosas que nunca podré ser. (Las cosas que he estado jugando a que soy, pero que no me pertenecen.) Voy a asumir el camino del ascetismo, aunque eso suene demasiado dramático. Voy a abandonar lavadoras, laptops, teléfonos, mis varios sueldos miserables y la comodidad de tenerlo todo en su respectiva gaveta. No tengo la más mínima gana de seguir la ruta del desprendimiento, pero la Policía Federal tiene otros planes.
Al mismo tiempo, se abre una puerta, o mejor dicho un abismo de posibilidades. Me cansa la compañía muda de mis fantasmas que arrastran cadenas. La soledad me ha roído la voz, ¿o eso ha sido el humo del cigarro y de todo lo que no es cigarro? Las tristezas se han instalado en mis huesos. Mis ángeles están dormiditos hace meses y creo que ya es hora de abrir las ventanas y dejar que entre el puto frío, a ver si se despiertan de una vez.
Yo sólo espero que el camino me conduzca siempre de vuelta al hogar, un hogar que no queda en ninguna parte y es como esa isla del mito, siempre al horizonte, entre brumas.
4 comments:
Ana.....Sal....Nomada...Para..No. Morir
N. S.
ana sal tiene un fan que recibe cartas. el me dijo que escribiera de ti en mis historias.
Good words.
Diablopoema....!
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