yo te conosco
el conejo es la amnesia
ke antecede tus metáforas orgásmicas
yo te conosco
el conejo salta de la sonriza
al mordisco
y vanishing purúä
del mundo sin inviernos
ni playas ana o el ardor
de la sal
para mas información visite a los poetas de las tres fronteiras @ p3f.blogspot.com y busque a pou
Thursday, April 17, 2008
Monday, April 14, 2008
Como un libro abierto
Estoy empezando a convencerme de que estos lados del mundo me sientan mejor cuando hace frío. No que me guste el invierno, porque nunca será así, pero es que tanto calor como el de la isla es una falta de respeto en este lugar sin playa, sin nubes, sin atardeceres tropicales. Redenção (hermoso el nombre que lo revive todo los domingos) se vuelve perfecto para los atajos, pero esta vez no por la sombra de los árboles que me protegen del bafo, sino porque ha empezado a oler a frío. Madera, silencio, hojas secas me quitan las ganas de ir por la vereda y prefiero perderme un poco entre los árboles. Olvidarme de la calle y de los carros 5 minutos, encontrarme con un gato soñoliento en el camino. Recibir sus caricias.
Excepto por raras excepciones, como sola, duermo sola, despierto sola y paso todo el día sola. Estas raras excepciones, que tienen todas nombre y apellido, me acompañan en el almuerzo, la cama y el café de la mañana. Cristina era el nombre de una niña dientuda y experta que me acompañó por el zoológico y me enseñó que pena quería también decir pluma y que es con eso que se escribe. Comimos algodón de dulce, señalamos los macacos, ella me habló de su madre adoptiva, de su hermana adoptiva, de su vida adoptiva y yo me sentí un poco huérfana. Después, para la despedida, insistió en abrazarme.
No veo muchos niños en Porto Alegre. Ni viejos, ni adolescentes, ni nada. No recibo muy a menudo reacciones espontáneas y desprovistas de contenido como ese abrazo. Al contrario, estoy bajo un microscopio psicoanalítico que no me deja ser y me obliga a comportarme bien comportadita. La intensidad siempre ha sido mi marca registrada, no las onzas, las libras, los kilos, los gramos, los metros, las millas ni cualquier otra medida de peso o distancia. Dije: ni pedir perdón, ni pedir permiso. Y ahora sin embargo, me contengo y practico la belleza y el misterio de un libro cerrado, que es como decir un escombro, ladrillo o lingote; algo que pesa.
Más de seis horas por día mi trabajo me da acceso directo a los lazos de familia, el historial amoroso, el estado de salud, la dieta, la agenda para el fin de semana, los proyectos de vida, las cuentas bancarias y el record psiquiátrica de todos mis estudiantes. No es conocerlos solamente, es psicoanalizarlos. Y sería muy difícil no hacerlo. Es demasiada información en una hora. Se reúnen dos personas en un cuartito pequeño, un buen café, traumas, esperanzas y sueños en inglés quebrado.
Paulo y su hijita japonesa. Marília empeñada en traducir cada palabra, Débora, la paz de sus días, sus vacaciones en Venezuela, Doña Ida y su soledad, Jorge que me dijo que reza todas las noches para que dios le conceda amor, salud y abundancia. Sé sus colores favoritos, qué sueñan por las noches, con quién viven, que desayunaron hoy, el nombre de su madre, sus planes para dentro de 10 años, lo que piensan del calentamiento global y la explotación de las minas de diamantes en África. De mí, nadie sabe nada. Tengo muchos secretos.
Excepto por raras excepciones, como sola, duermo sola, despierto sola y paso todo el día sola. Estas raras excepciones, que tienen todas nombre y apellido, me acompañan en el almuerzo, la cama y el café de la mañana. Cristina era el nombre de una niña dientuda y experta que me acompañó por el zoológico y me enseñó que pena quería también decir pluma y que es con eso que se escribe. Comimos algodón de dulce, señalamos los macacos, ella me habló de su madre adoptiva, de su hermana adoptiva, de su vida adoptiva y yo me sentí un poco huérfana. Después, para la despedida, insistió en abrazarme.
No veo muchos niños en Porto Alegre. Ni viejos, ni adolescentes, ni nada. No recibo muy a menudo reacciones espontáneas y desprovistas de contenido como ese abrazo. Al contrario, estoy bajo un microscopio psicoanalítico que no me deja ser y me obliga a comportarme bien comportadita. La intensidad siempre ha sido mi marca registrada, no las onzas, las libras, los kilos, los gramos, los metros, las millas ni cualquier otra medida de peso o distancia. Dije: ni pedir perdón, ni pedir permiso. Y ahora sin embargo, me contengo y practico la belleza y el misterio de un libro cerrado, que es como decir un escombro, ladrillo o lingote; algo que pesa.
Más de seis horas por día mi trabajo me da acceso directo a los lazos de familia, el historial amoroso, el estado de salud, la dieta, la agenda para el fin de semana, los proyectos de vida, las cuentas bancarias y el record psiquiátrica de todos mis estudiantes. No es conocerlos solamente, es psicoanalizarlos. Y sería muy difícil no hacerlo. Es demasiada información en una hora. Se reúnen dos personas en un cuartito pequeño, un buen café, traumas, esperanzas y sueños en inglés quebrado.
Paulo y su hijita japonesa. Marília empeñada en traducir cada palabra, Débora, la paz de sus días, sus vacaciones en Venezuela, Doña Ida y su soledad, Jorge que me dijo que reza todas las noches para que dios le conceda amor, salud y abundancia. Sé sus colores favoritos, qué sueñan por las noches, con quién viven, que desayunaron hoy, el nombre de su madre, sus planes para dentro de 10 años, lo que piensan del calentamiento global y la explotación de las minas de diamantes en África. De mí, nadie sabe nada. Tengo muchos secretos.
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